viernes. 29.03.2024

Ninguna vacuna provoca la muerte y, por tanto, menos aún lleva asociada una tasa de mortalidad del 33 %, como asegura un mensaje muy difundido en redes sociales, que anima a no vacunarse contra la COVID-19 porque la tasa de mortalidad de esta enfermedad es muy inferior. Desde hace días, circula en Facebook, tanto en España como en América Latina, una imagen con el siguiente texto: "¿Se pondría usted una vacuna con una tasa de mortalidad del 33 % para sentirse a salvo de un virus con una tasa de mortalidad del 0,6 %? En poco más de una semana, varios mensajes idénticos con esta misma afirmación acumulaban más de 270.000 visualizaciones en esa red social.

 

También ha sido un mensaje muy compartido en Twitter, en algunos casos con la imagen de una jeringuilla sobre una mancha de sangre que simula ser el mapa de Europa y junto a comentarios de usuarios que consideran la futura vacunación contra la COVID-19 "peligrosa" o directamente un "genocidio".

 

DATOS:

Aún no hay vacunas disponibles para prevenir la COVID-19, pero ninguna de las existentes en el mundo contra todo tipo de enfermedades provoca la muerte de los vacunados. Y los estrictos procesos de control y supervisión que debe superar cualquiera de ellas impide su uso salvo que los efectos secundarios sean mínimos. El coordinador del Área de Vacunas de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS), José Tuells, consultado por EFE, explica que no existe tasa de mortalidad en las vacunas y destaca además que, para su fabricación, se someten a muchas medidas de control con exigentes procedimientos de seguridad.

 

Eso sí, producen efectos adversos, que varían en función de la vacuna y el paciente al que se le administran, si bien esos efectos "no son tantos" y la inmensa mayoría "son leves", según indica Tuells, que dirige la cátedra Balmis de Vacunología en la Universidad de Alicante.

 

MENOS EFECTOS SECUNDARIOS QUE NINGÚN FÁRMACO

"Las vacunas son los productos farmacológicos más seguros que existen, no hay un producto con menos efectos secundarios que una vacuna", subraya por su parte el doctor Jesús Molina Cabrillana, miembro de la Junta Directiva de la Sociedad Española de Medicina Preventiva, Salud Pública e Higiene. Tras insistir en dejar claro que "no hay ninguna vacuna que provoque mortalidad", ni con una tasa del 33 % ni con ninguna otra, el doctor Molina, presidente de la Sociedad Canaria de Medicina Preventiva Hospitalaria, recalca que "una medida farmacológica destinada a prevenir no puede tener más que un mínimo efecto secundario".

 

En casos muy excepcionales, ha habido vacunas que han causado "complicaciones neurológicas", porque hay virus "que tienen afinidad por el tejido nervioso", explica este experto. Y la posibilidad de que haya efectos adversos en algún caso es mayor con "vacunas que usan virus vivos", como la de la polio. De todas formas, cuando se dan esos efectos secundarios, son "infinitamente inferiores" a los que provoca el virus natural, "del orden de 100.000 veces menos", aclara el doctor Molina.

 

SI NO ES SEGURA NO SALE AL MERCADO

Además, antes de que una vacuna pueda salir al mercado, debe someterse a un gran número de pruebas y controles sanitarios, en primer lugar para garantizar que no produzca efectos adversos inadmisibles. De hecho, los ensayos clínicos de la vacuna contra la COVID-19 que desarrolla la Universidad de Oxford con la farmacéutica AstraZeneca se suspendieron en cuanto se observaron, en una sola paciente, determinados síntomas cuya aparición coincidía temporalmente con la administración del fármaco. Una vez analizado en profundidad ese caso, los trabajos se han reanudado. La elaboración de una vacuna tiene que someterse a la supervisión de organismos nacionales e internacionales y superar controles exigentes en las tres fases de su desarrollo: Seguridad y efectos biológicos (fase I), Eficacia y dosis adecuada (fase II) y Eficacia y seguridad para las condiciones de uso habituales (fase III).

 

En esta última etapa, se somete a prueba en amplios grupos de población. Este es el proceso que deben superar las más de 30 vacunas contra la COVID-19 que se están probando en humanos, de las que nueve ya se encuentran en las fases finales, según el registro de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

 

SOLAPAR FASES SIN REBAJAR LOS CONTROLES

Tal como explicaba a EFE el pasado julio el doctor Amós José García Rojas, presidente de la Asociación Española de Vacunología (AEV), la preparación de una vacuna es "un proceso extremadamente riguroso y complejo", porque, a diferencia de otros fármacos, su objetivo no es reparar daños, sino prevenirlos. Y la primera fase de evaluación consiste precisamente en comprobar si puede tener efectos adversos. ¿Qué supone en la práctica esta primera fase? Pues "si hay algún efecto secundario no admisible, incluso antes de ponernos a pensar si la vacuna protege o si es eficiente, ya no pasa a la siguiente fase". Así lo aclaraba entonces a EFE la doctora María Montoya, jefa del grupo de Inmunología Viral del Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB-CSIC).

 

Que una vacuna supere esta "fase I" requiere una evaluación de la autoridad estatal correspondiente, en España la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), y a nivel comunitario la Agencia Europea del Medicamento (EMA, por sus siglas en inglés), que son las que autorizan los resultados y permiten superar ese filtro. Producir una vacuna puede llegar a durar hasta una década, pero, ante la COVID-19, se han procurado acortar los plazos. ¿Eso puede relajar el necesario control sanitario y perjudicar la seguridad? La investigadora del CSIC explicaba por qué no.

 

Y es que en algunos casos puede haber un solapamiento de las fases II y III, pero previamente las vacunas tienen que probar su seguridad en la fase I, de modo que, aunque el proceso global se acorte, las fases no. Y se cumplen del mismo modo los numerosos requerimientos de seguridad. Lo que ocurre con algunas vacunas que se consideran prometedoras -detallaba la experta- es que se ha optado por realizar en paralelo las fases II y III con el objetivo de empezar la fabricación cuando se apruebe la vacuna por completo, aunque sea a costa de asumir el riesgo de perder la inversión si la vacuna no supera finalmente las dos fases.

 

MORTALIDAD O LETALIDAD

En cuanto al 0,6 % que se cita en el mensaje viral como tasa de mortalidad de la COVID-19, tampoco se ajusta a la realidad, porque no se corresponde con ninguna estadística oficial sobre la proporción de fallecimientos por esta enfermedad comparados con la población total, que es la variable que se mide con ese indicador. La existencia de diversos criterios de contabilización de muertes relacionadas con la enfermedad según los países -e incluso dentro de un solo país, como es el caso de España- dificulta hablar de tasas de mortalidad por COVID-19 homologables a nivel mundial, pero los indicadores serían en cualquier caso muy inferiores al 0,1 %. Respecto a una población mundial que ronda en 2020 los 7.795 millones de habitantes, el número total de fallecidos cuya muerte ha sido asociada al nuevo coronavirus era este viernes cercana a 950.000, según los últimos datos de la Universidad Johns Hopkins.

 

En este caso, la tasa sería ligeramente superior al 0,01 %. Otra cosa sería la tasa de letalidad. A menudo se confunde la tasa de mortalidad con este otro indicador, que, en lo relativo a la COVID-19, mide la proporción de fallecidos respecto al conjunto de personas a las que se les ha diagnosticado la enfermedad. Esta tasa de letalidad (Case Fatality Rate o CFR en inglés) es muy variable según los países (actualmente, en España ronda el 5 %, en Italia el 12 %, en Estados Unidos el 3 %...).

 

Pero, además, la OMS ha observado posibles distorsiones a la hora de determinar ese indicador por factores como el criterio de cómputo o los retrasos en las notificaciones. Por tanto, la OMS recomienda otro índice para medir la gravedad real de la enfermedad: la tasa de letalidad por infección (IFR por sus siglas en inglés).

 

Con ella se determina la proporción de muertes entre todos los individuos infectados. Y ahí es donde sí encajaría el 0,6 % del mensaje difundido en redes. De hecho, la científica jefe de la OMS, Soumya Swaminathan, se hacía eco el pasado junio de un artículo publicado en la revista Nature que recogía resultados científicos sobre cómo calcular adecuadamente el IFR y en el que, ante los estudios más fiables, Timothy Russell, un epidemiólogo matemático de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, acotaba esta tasa entre el 0,5 y el 1 %. Y el 2 de junio, Swaminathan participaba en una reunión de la Organización Mundial de la Salud tras la que explicaba cómo "el número de infectados frecuentemente es diez veces más que el número de los que han sido diagnosticados". Como resultado, la OMS planteó ese día expresamente que la verdadera tasa de letalidad de la COVID-19 sería un 0,6 %.

Ninguna vacuna tiene tasa de mortalidad y menos aún superior a la COVID-19